En la Antigua Roma los romanos heredaron los cánones de belleza griegos pero les añadieron un toque de sofisticación: el culto por la piel pálida y el pelo rubio (el cual teñían con métodos rudimentarios pero eficaces).
Destacaban la perfección y la belleza que se representaba en la armonía del cuerpo. El ideal romano era alto, de piernas largas, la frente amplia (esto reflejaba inteligencia), la nariz fuerte y el perfil perfecto.